20.4.07

Puto el que lee esto - Roberto Fontanarrosa

"Puto el que lee esto". Nunca encontré una frase mejor para comenzar un
relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió
Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el
pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es
literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que
escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la
puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese
tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza.
Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un
demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no
también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de
aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran
Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda.
Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy
superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o
de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross
Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que
necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos
que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el
libro y abandoname si podés. No me muevo bajo la influencia de consejos de
maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un
grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y
a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos
lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí
el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a
un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a
mis hijos leyendo mis libros.
Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir
que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo
hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más
perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado.
"Puto el que lee esto". Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido,
si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones. "Es un golpe bajo",
dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera,
de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris
Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les
contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos,
para que me presten atención de una vez por todas.
Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante
de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que
ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están
repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus
cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos
querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros
repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas
apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de
las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir:
"Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que
escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de
Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las
pelotas todavía en las mesas de saldos. Sabios eran los faraones que se
enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos,
sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo.
Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino
hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena
frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer
anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que
total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de
una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer
yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de
escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras
al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto
cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos.

Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de
la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los
caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo
sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento.
Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de
la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que
pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el
gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro,
historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque
de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres
veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente
en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te
la agarra con la mano.

Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay
que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos
escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese
interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y
blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de
millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje,
tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que
gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído,
pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los
libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más
acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición
y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa
vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa
que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con
el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita
maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano. Y el
libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de
libros que compiten con él para venderse.

Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy
corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue
atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de
las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo,
luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último,
en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento
fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros
a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa
para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.

No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como
fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil
alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una
licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente
de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo
pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que
esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra,
encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no
contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las
macetas de las casas solariegas. De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro
impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos
libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de
exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por
el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una
lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del
cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les
voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.

"Puto el que lee esto". John Irving es una mentira, pero al menos no juega a
ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin.
Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo
según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere
saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están
contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está
contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el
culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés
que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o
el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo
de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás,
carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de
Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está
explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de
Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que
Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine
con su relato, entendelo.

Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga
corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá
carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que
el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina
la historia, querido, eso querés. Entonces yo, que soy un literato, que he
leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo
desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que
estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado
las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los
ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil
caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento
con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al
relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con
cualquier boludo.

Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas
de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado
ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina
Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina
della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni
con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace
las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle
al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de
desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe
comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el
intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento
de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con
esa potra soñada que nunca le ha dado bola". Y allí estará la frase, la que
vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo
del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y
hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua
y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si
lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto". Aunque después el
relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el
Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela
después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el
volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos
macrobióticos. No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como
el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por
más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es
puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo,
por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su
intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido
imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el
que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y
apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A
usted le digo.

--
slds.
Rodrigo H

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